Deuda Subordinada y Participaciones Preferentes

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En materia de deuda subordinada y participaciones preferentes, debemos, como consumidores de servicios bancarios, tener presentes algunas cuestiones básicas. Lo primero es determinar nuestro propio nivel de conocimiento de la materia. Es posible que, transcurrido el tiempo y visitadas todo tipo de páginas en internet, o de foros, hayamos aprendido mucho sobre la materia, pero lo decisivo es precisar qué sabíamos de ella cuando contratamos el producto. En segundo lugar, qué información nos dio la entidad a la que acudimos, y, sobre todo, qué documentación nos suministró.

 

Normalmente, tendremos la sensación de que el Banco o la Caja en la que depositamos nuestra confianza nos ha engañado. Pero, desgraciadamente, en Derecho eso no es más que una apreciación subjetiva. Son necesarias pruebas objetivas de que tal engaño existió, y, normalmente, tales pruebas van a ser, en una parte importante, documentos.

 

De esta forma, tendremos un contrato en el que aparecerá el tipo de producto que hemos contratado, y cuya importancia es máxima. Obviamente, no es lo mismo que nos hayan dado a firmar un documento titulado “Imposición Multiplazo”, que uno en el que se indique “Contrato de Valores”. En el primer caso, el engaño es más evidente. En el segundo, en cambio, debería resultar extraño, incluso para un profano, que una imposición a plazo se titule de tal modo. Ahora bien, esto último no significa que el consumidor deba aceptar y conformarse con lo contratado.

 

En efecto, sería absurdo que alguien, desconocedor absoluto del producto contratado, y que no se ha fijado en el título de lo que contrataba, se viera desamparado por haber puesto su firma en algo que debía llamarle la atención. Y no es así porque aquí se entremezcla la confianza en el asesoramiento dado por el personal de la entidad, y, sobre todo, la información suministrada por éste. Debemos decir que la experiencia nos indica que esa información ha sido claramente insuficiente y sesgada. A la abundante jurisprudencia sobre la materia me remito.

 

Hemos de decir, en primer lugar, que estos productos ni siquiera estaban reglados y reconocidos en nuestro ordenamiento jurídico, sino que las entidades que los comercializaban lo hacían de conformidad con lo establecido en lugares tan exóticos como las Islas Cayman (Sentencia del Juzgado de Primera Instancia N.º 1 de Mataró, de fecha 24 de abril de 2013). ¿Por qué lo hacían así? En primer lugar, porque las entidades que las emitían tenían, en muchos casos, sus domicilios sociales en dichos lugares. Y, en segundo lugar, porque en la Unión Europea, su comercialización a clientes minoristas estaba prohibida.

 

Se prohibía por tratarse de lo que se viene a denominar productos híbridos o complejos, de alto riesgo. Es decir, que se trata de inversiones en los que el inversor puede ganar mucho, pero también lo puede perder todo. Lo de “híbridos” y “complejos” se refiere a su parecido con los títulos valores (acciones, participaciones sociales…) en algunos aspectos (la inversión y el potencial rendimiento, por ejemplo) y a sus diferencias con ellos en otras (carencia de derechos sociales, dificultad en su venta…). Precisamente, una parte del atractivo de cara a los potenciales adquirentes de tal producto fue esa rentabilidad. Y, por otra parte, una parte del engaño consistió en no informar de forma clara y precisa al consumidor que, en caso de tener que desprenderse de ellos, dependiendo de la situación económica, podía ser prácticamente imposible hacerlo.

 

Existen, además, dos tipos de productos dependiendo de su origen: los emitidos por una sociedad y comercializados por un Banco o Caja que nada tiene que ver con aquélla, y los emitidos y comercializados por la misma entidad. Es importante esta distinción porque en el primer caso estaremos ante dos contratos distintos y de responsabilidades separadas (uno con la entidad bancaria que hará de intermediario y otro ante la empresa o entidad que los emite), mientras que en el segundo caso habrá un solo contrato y la entera responsabilidad recaerá sobre la entidad comercializadora.

 

La responsabilidad del Banco o Caja en el primer supuesto deriva de la falta de información y pueden atribuírsele los daños y perjuicios que de esa falta de información se deriven, pero en ningún caso es responsable de la emisión en sí de ese tipo de productos, por lo que una acción que pretenda exigir responsabilidades derivadas de la emisión de éstos deberá dirigirse frente a la empresa que lo hizo. Ni que decir tiene que, en el segundo caso, la única demandada –y por tanto, se simplifican mucho las cosas- es la entidad emisora y comercializadora.

 

La acción que se ejercite puede solicitar, según los casos, la nulidad de determinadas cláusulas del contrato, la nulidad del contrato en su integridad o su anulabilidad. En el primer caso, el contrato se mantiene en aquello que los tribunales no anulan, mientras que en los otros dos se busca una declaración por la que el contrato quede sin ningún efecto. Veamos cómo se plantean estos dos últimos supuestos.

 

Lo primero que es necesario saber es que, mientras la nulidad no tiene plazo alguno para su reclamación ante Tribunales, la anulabilidad tiene un plazo perentorio de cuatro años (art. 1.301 del Código Civil) que en los casos en que se haya producido error, dolo o falsedad en la causa, comienza a computarse desde la consumación del contrato. Es interpretación jurisprudencial que dicho momento no se refiere a aquel en que se produce la firma del mismo, si no su amortización.

 

El código civil contempla como uno de los elementos esenciales en la prestación de voluntad que significa un contrato, la libertad de contratación (art. 1.255), la emisión libre y consciente del consentimiento al contratar (art. 1.261), debiendo recaer el error de este consentimiento en la sustancia de la cosa que fue objeto del contrato (art. 1.266) para que se aprecie como motivo para declarar su nulidad (arts. 1.300 y ss.).

 

Pues bien, si, pongamos por caso, el objeto de contrato se varió de forma sustancial por la entidad financiera de forma torticera y sin dar al cliente ningún tipo de información al respecto, con un claro desprecio de lo dispuesto en el art. 79 bis de la Ley 24/1988, de 28 de julio, del Mercado de Valores, amén de lo determinado en la normativa referente a la defensa de los consumidores y usuarios, no estaremos ante un mero incumplimiento contractual (art. 1.124 del Código Civil), si no ante una verdadera desinformación que podría calificarse de maliciosa.

 

Puestas así las cosas, la Ley establece dos posibles consecuencias a la declaración de nulidad o anulabilidad del contrato: 1) restitución recíproca de prestaciones (art. 1.303 del Código Civil), esto es, devolución por parte de la entidad de lo impuesto por el consumidor, y de lo ganado por éste al Banco; o, 2) en el supuesto de que se haya incurrido por uno de los contratantes en causa torpe, quien haya obrado de esa forma no podrá repetir lo que hubiese dado, ni pedir el cumplimiento de lo que hubiera ofrecido (art. 1.306.2.ª). Viene a definirse la causa torpe como aquella actuación inmoral, próxima al delito o a la falta penal, pero que no incurre en ella.

 

Hemos de indicar que la vía del artículo 1.306.2.ª no ha sido usada, porque es muy difícil probar esa causa torpe a la que hacíamos referencia.  Pero, en cualquier caso, se han producido un elevado número de nulidades y anulabilidades en esta materia debido a la incorrecta información suministrada al consumidor o a la falta de idoneidad del consumidor para la adquisición de este tipo de productos.

 

Al comienzo de esta exposición me he referido a la importancia de los documentos que tenga el consumidor en su poder. Es importante para el profesional que le atienda tener el máximo de información sobre lo que firmó y cómo lo hizo. Si consta el test de idoneidad, si hay antecedentes de inversiones iguales o parecidas (de elevado riesgo) nivel de estudios, edad. En función de todo ello, se elegirá la vía de reclamación más adecuada.

 

Por último, señalar que hay clientes que expresan su temor ante el hecho de que la aceptación de canjes de estos productos, impuestos legalmente, puedan ser un obstáculo para el ejercicio de la vía judicial de reclamación. Estos canjes suelen llevar aparejadas quitas, en ocasiones, muy elevadas del capital inicial. La respuesta que se viene dando a esta circunstancia es que se trata de una imposición legal a la que el consumidor no puede expresar su rechazo, por lo que no obsta a la reclamación a la entidad responsable del total inicialmente impuesto en función de los criterios que hemos dado en este resumen informativo.

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