Defenderse sin abogado

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Un caso de explotación laboral en Barcelona

Hace pocas semanas tuve la ocasión de observar en primera fila el tremendo error que supone intervenir en un procedimiento judicial sin abogado, aunque la ley que regula los procedimientos en materia laboral así lo permita, tanto al trabajador como al empresario.

Mi cliente me había sido designado por el turno de oficio meses atrás. Se trataba de un joven extracomunitario al que habían tenido trabajando varios meses mediante un supuesto contrato de prácticas, percibiendo por ello una compensación económica absolutamente miserable, pues apenas alcanzaba el 46% del salario mínimo interprofesional.

La fórmula de entrada al mercado laboral español de mi cliente es bastante recurrente y, sin duda alguna, legítima. Los aspirantes contratan un curso desde sus países de origen, consiguiendo así un permiso de residencia temporal como estudiantes. Con ese permiso no pueden ser contratados para trabajar, pero sí pueden firmar convenios de prácticas remuneradas en empresas. La idea es que, con mucho trabajo y algo de suerte, durante ese tiempo de estudio y prácticas puedan conseguir una propuesta de contrato que les permita solicitar también el permiso de trabajo, y establecerse así en nuestro país.

Lamentablemente existen empresarios que ven en ello una oportunidad de maximizar sus beneficios.

El ilícito se produce cuando las actividades del estudiante en la empresa en la que realiza aquellas prácticas son las mismas que haría cualquier otro trabajador ordinario de la empresa, pues se vacía totalmente de contenido el convenio de prácticas, que era la causa que legitimaba la relación. Y así, de facto, se transforma al estudiante en prácticas en un trabajador explotado y sin derechos.

No tiene vacaciones. No tiene pagas extras. No tiene licencias, ni permisos. No cotiza, y, por tanto, no tiene derecho a prestaciones por incapacidad u otras contingencias, como la prestación por desempleo. Y, por supuesto, no percibe el salario que debería. 

En el caso concreto de mi cliente, el salario bruto diario que percibía era de 14,54 euros, cuando, de acuerdo con el convenio aplicable, y las horas semanales que trabajaba, debiera haber percibido 47,61 euros. La empresa se ahorraba todas las cotizaciones sociales, y más de la mitad del salario. Un negocio redondo.

En este caso también demandé a la academia que había hecho posible el convenio de prácticas, pues había incumplido todas y cada una de las obligaciones de control que aquél le atribuía, constituyéndose en el perfecto cooperador necesario para la explotación laboral.

Pues bien, finalmente llegó el día del juicio y para mi sorpresa, y para sorpresa de todos los presentes, incluido el juez, el empresario se presentó sin abogado, dispuesto a defenderse el mismo.

Por supuesto, no tenía ni la más mínima noción sobre cómo iba a desarrollarse la vista, más allá de lo que nos muestran las películas americanas, que, dicho sea de paso, se parecen muy poco a nuestra realidad.

La primera barrera que se encontró el audaz empresario fue el lenguaje. No es que los juristas hablemos en un idioma diferente, pero nuestra profesión nos exige precisión lingüística, por lo que muchas veces nos vemos abocados a utilizar palabras cuyo significado puede no estar suficientemente claro para el común de la gente, pues del uso de uno u otro término podrían extraerse consecuencias jurídicas dispares para nuestros clientes.

Al principio, el empresario trató de paliar esa desventaja interrumpiendo constantemente para preguntar el significado de lo que allí se estaba hablando, pero el juez, inicialmente comprensivo, cortó de raíz esas interferencias y le llamó al orden, y a que aguardase su turno para hablar.

Cuando por fin le llegó el momento de contestar, su discurso adolecía de cualquier estructura lógica de oposición a los hechos de una demanda. De entrada, todo abogado sabe que deben negarse todos los hechos de la demanda, salvo los que expresamente se reconozcan. Él, evidentemente, no lo sabía.

Su contestación se basó únicamente en decir que él no había hecho nada malo, y que mi cliente sí que había estado haciendo prácticas, así que no entendía por qué le había demandado. Añadió que había sido una sorpresa porque él estaba muy contento con su trabajo [y seguro que así era, a juzgar por el salario que le pagaba]. En definitiva, que era todo muy injusto. Todo generalidades, y ningún hecho concreto que contradijese los expuestos en la demanda.

Y es que, toda demanda o contestación exigen, cuanto menos, un mínimo trabajo intelectual previo. Principalmente para identificar y sintetizar los hechos concretos sobre los que se sustentarán nuestras pretensiones, en orden a conseguir la consecuencia jurídica deseada, considerando al mismo tiempo los medios de prueba de los que nos haremos valer para acreditar aquellos hechos, así como los que previsiblemente hará valer el contrario para desvirtuarlos. Y todo ello teniendo siempre muy presente sobre quién recaerá la carga probatoria, o qué presunciones nos favorecerán o nos perjudicarán.

De nada sirve tener razón en una controversia judicial, si no disponemos de las pruebas necesarias para acreditar los hechos sobre los que sustentamos nuestro razonamiento.

Muy a pesar de las películas y series americanas, no se trata de soltar un discurso fabuloso que convenza a todos de que estamos en posesión de la verdad. La profesión de abogado litigante requiere conocimientos de derecho, por supuesto, pero también   técnica y estrategia para plantear bien nuestros argumentos.

Cuando llegó el momento de proponer prueba. Yo propuse la mía. La abogada de la academia la suya. Y el empresario sacó un disco duro y mostrándoselo al juez, le dijo que allí estaban las pruebas de las prácticas que había realizado mi cliente.

Evidentemente desconocía que la prueba debe presentarse de manera ordenada, y que tratándose de documentos digitales, hay que traer el dispositivo que permita reproducirlos en la vista, el principio de inmediatez así lo exige.

El resultado fue que no pudo presentar ninguna prueba, aunque tampoco le habrían servido de mucho, pues mis pruebas eran sólidas y mi estrategia procesal acertada, así que mi cliente obtuvo una sentencia favorable, y el empresario una valiosa lección. Me complace pensar que, de alguna manera, he contribuido a hacer de mi ciudad, Barcelona, un lugar más justo, y eso me anima en continuar defendiendo con todas mis capacidades a mi clientes presentes y futuros.

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