¿Quien tiene la culpa y por qué?

Parece curioso, pero esta pregunta, que es de las primeras, si no la primordial, que hay que hacerse cuando nos enfrentamos a un acontecimiento por el que el cliente pretende reclamar o por el que le han formulado reclamación, no siempre tiene la atención que merece. Ello es debido a que en muchas ocasiones la culpa parece tan evidente que se presupone y ni se cuestiona, y eso puede ser un error, ya que lo que aparentemente puede mostrarse como evidente, jurídicamente puede no serlo tanto. 

Para que jurídicamente cualquier suceso del que se derivan daños y perjuicios se considere que es culpa de alguien, éste tiene que haber incumplido una obligación. Esta obligación puede ser la genérica de “actuar diligentemente para no causar daño a nadie”, o puede ser una obligación concreta establecida en una ley o en un contrato.

Determinar qué obligación es la que se contraviene en cada caso y a quién le es exigible es crucial, no sólo para determinar el grado de culpa de cada uno de los posibles intervinientes en la producción del suceso, sino para saber qué régimen de responsabilidad es aplicable, esto es, cuáles son las “reglas del juego” en base a las cuáles se podrá responsabilizar de un daño a quien creemos que lo ha causado.

 Así, esas reglas no serán las mismas cuando las obligaciones están reguladas por una legislación específica (por ejemplo, responsabilidad en la construcción de edificios) o por legislación que protege a determinados sujetos, (como ocurre por ejemplo con la legislación laboral), o cuando se trata de obligaciones impuestas a una de las partes en el clausulado de un contrato. 

Por lo tanto, para poder suponer que un suceso o acontecimiento que provoca daños y perjuicios es culpa de alguien, el punto de partida es determinar qué obligación ha incumplido para desencadenar ese suceso y por qué esa obligación le era exigible en todo o en parte.