La incapacidad permanente

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Es la situación del trabajador que, después de haber estado de baja y de haber sido tratado, recibe el alta médica, aunque presenta reducciones anatómicas o funcionales graves, susceptibles de determinación objetiva y previsiblemente definitivas, que disminuyen o anulan su capacidad laboral. Es decir, que al trabajador le han quedado unas secuelas que le impiden trabajar igual que antes.

 

Existen cuatro grados de incapacidad en función de la afectación a la capacidad de trabajo. Así, en primer lugar tenemos la parcial, que supone una incapacidad que ocasiona una disminución de hasta el 33% del rendimiento habitual en un trabajo, como por ejemplo la pérdida de un dedo; en este caso recibiríamos una sola cantidad como indemnización. En segundo lugar, la incapacidad total, que es aquella que inhabilita al trabajador para la realización de todas o de las tareas fundamentales de su profesión habitual, siempre que pueda dedicarse a otra distinta. Es decir, que el trabajador ya no puede seguir ejerciendo su profesión, pero sí puede llegar a realizar otro trabajo. En este caso percibiremos una prestación consistente en el 55% de nuestra base reguladora, o el 75% si somos mayores de 55 años. La base reguladora es, sin profundizar demasiado, una cantidad de referencia calculada como una media de las cotizaciones sociales hechas en los últimos 8 años.

 

En tercer lugar, la incapacidad absoluta es aquella que inhabilita por completo al trabajador para toda profesión u oficio, es decir, que no es apto para ningún trabajo. Por esta incapacidad tenemos derecho a una prestación por el 100% de nuestra base reguladora.

 

Y por último la gran invalidez, que se produce cuando el trabajador, no sólo no es apto para ningún trabajo, sino que incluso necesita la asistencia de otra persona para llevar a cabo los actos más esenciales de la vida. En este caso la prestación puede alcanzar el 145% de la base reguladora.

 

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